70 balcones y ninguna flor

Retazos de una bohemia perdida, cancheros que ya no son… Osvaldo Drozd nos muestra las instantáneas de una época de claroscuros, donde la poesía de barrio se mezclaba con el consejo del macho..

Siempre que –tras la media hora de temas lentos–, el disc jockey ponía el ultra bailable y rapidito soul funk “Dance to the music” uno se enteraba que el baile había concluido. Era la señal inequívoca de que ya eran las 4 y media de la mañana.  Si no habías arreglado nada con una chica debías esperar hasta la próxima velada, ya que ellas partirían en grupos junto a alguna madre que se prestaba a acompañarlas. Si alguna se iba sola era malmirada. Los tipos aunque habiendo concertado alguna cita para el otro día, o algún día de la semana, también nos íbamos con las manos en los bolsillos. En la esquina del club Hogar Social había una estación de servicio con un pequeño bar, al que podíamos ir a esperar el amanecer. Con menos de veinte años éramos un grupejo que no encajaba demasiado bien con las costumbres establecidas. Por ese tiempo hubiéramos preferido mujeres de características más liberales. No pasaba la cosa por conseguir una noviecita para casarse y después de hacer el servicio militar dejar que te crezca el bigote y la barriga y levantarse todos los días a las 5 de la mañana para mantener a la familia. No renegábamos de la cultura proletaria aunque fuéramos universitarios pero tampoco nos conformaba adaptarnos al orden del mundo. Lo queríamos cambiar. En el bar de la esquina conocimos al viejo Antonio. Lo veíamos un tipo grande aunque por ese tiempo quizá rondara los cuarenta. Siempre trajeado y de corbata. Tenía el aspecto de un tanguero. Siempre con una copa en la mano y predisposición para el diálogo. Seguramente se habría dado cuenta de que sus palabras nos llegaban y por eso se nos acercaba. Su ego se acrecentaba. Todos teníamos padres de su edad, pero nadie hubiera imaginado un padre de ese estilo. Canchero y bohemio. “Setenta balcones hay en esta casa, setenta balcones y ninguna flor. ¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa? ¿Odian el perfume, odian el color?” recitaba Antonio para luego decirnos que escuchemos bien el mensaje. “La piedra desnuda de tristeza ¡dan una tristeza los negros balcones! ¿No hay en esta casa una niña novia? ¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?” recitaba Antonio dándole una fuerte pitada al cigarrillo negro y tras levantar la vista proseguía: “¿Ninguno desea ver tras los cristales una diminuta copia de jardín? ¿En la piedra blanca trepar los rosales, en los hierros negros abrirse un jazmín? Si no aman las plantas no amarán el ave, no sabrán de música, de rimas, de amor. Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clavel…”

Antonio nos señalaba la profundidad de los dichos de Baldomero “¡Setenta balcones y ninguna flor!” Es probable que él percibiera en la poesía de Fernández Moreno algo que para nosotros resultaba de una percepción aproximada pero no demasiado entendible. En mi caso valoraba la sensibilidad del bohemio aunque no supiera muy bien a qué intentaba aproximarse. Casi siempre lo acompañaba un amigo pero de mucho menor talla. Casi como una sombra predispuesta a hacerle la segunda aunque no hablara demasiado. Aunque también siempre vistiera trajes y corbata.

Pero Antonio no sabía nada más que recitar poesías y pagarse unas ruedas de ginebra. El tipo se largaba y daba clases de cómo enamorar a una mujer, cómo dejarla completamente perdida.

El tipo levantaba su mano izquierda y juntando el pulgar y el índice formaba un redondel en el que insertaba su dedo índice derecho. Lo metía y lo sacaba sin doblarlo. –Ven, así es una bomba pistón– nos decía. –Así pueden coger. Así cogen casi todos, pero así nadie les asegura que ella no se pueda ir con otro–. Entonces con el índice derecho metido en el círculo de su mano izquierda, lo plegaba sin sacarlo y lo hacía rotar fregando los dos dedos de la mano izquierda. –Así funciona una bomba centrífuga. Si lo hacen así esa mujer no se irá nunca. Por favor. No lo hagan así, si no quieren que se quede– nos decía. Lo mirábamos asombrados.

Los rayos del sol ya iluminaban el dock central cuando volvíamos caminando a nuestras casas. Tal vez algún otro fin de semana nos volveríamos a cruzar con Antonio. De madrugada y en algún lugar donde tomar alguna copa.

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